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La Familia Reynaud y los Molinos de Mendoza

Domingo, 27 de Abril de 2025

En las montañas altivas y serenas de Mendoza, donde el cielo se confunde con la Cordillera y el sol tiñe de cobre las mañanas, habita la familia Reynaud. Su historia está tejida con los hilos del viento y la tierra, con los secretos del molino y la fuerza ancestral de la naturaleza que vibra en cada grano de su harina. Los campos dorados de trigo y las aguas cristalinas de los manantiales parecen danzar cada vez que pasa un Reynaud, como si reconocieran en ellos la memoria de un juramento antiguo, sellado con magia legendaria. Los ancianos del lugar cuentan que su linaje se remonta a un viajero francés impulsado por un cóndor herido y un sueño sagrado. 

Aquel antepasado cruzó mares y cordilleras con semillas de trigo en el alma y las manos marcadas por el trabajo duro. En una noche de luna plena, la Pachamama se le apareció en sueños y le susurró al oído que en las alturas de Mendoza encontraría una tierra prometida. Con ese don de sabiduría milenaria, aquel Reynaud supo escuchar el viento y el agua, tomando de la tradición francesa lo mejor de la molienda y de las raíces andinas la esencia del cuidado de la tierra. Con paciencia de siglos, los Reynaud levantaron en la cordillera dos molinos gemelos. Uno de agua, erigido junto a un arroyo cristalino, cuyas piedras redondas cantaban con el murmullo del río. 

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Otro de viento, encaramado en la cima de un cerro donde sopla el Zonda, moldeando la madera en ecos y armonías. No eran molinos comunes: se dice que en sus engranajes vivían guardianes del trigo y del agua, ancestros olvidados convertidos en susurro de aspas y gotas danzantes. Aquella magia permitió a la familia moler los mejores granos del valle, como si la misma naturaleza bendijera cada empujón de su rueda. Pero el destino es caprichoso, y en un amanecer cualquiera, la vida familiar cambió de viento. Cuando la luna aún velaba el valle, el molino de viento dejó de girar. Las aspas quedaron quietas, encadenadas por un aire cargado de silencio. A la vez, el arroyo que alimentaba el otro molino cambió su curso: sus aguas cristalinas se enturbiaron y retrocedieron como un pulso interrumpido. Era como si la misma naturaleza, herida o confundida, reclamara la atención de los Reynaud.

 La familia se reunió en torno a los antiguos muros de adobe del molino como si fuera un altar, preocupada por aquel mutismo del viento. La abuela Celina, guardiana de los secretos de antaño, palpó el aire denso y cerró los ojos. -Nunca había sentido tal silencio -murmuró con voz trémula. Los hijos y nietos intercambiaron miradas de incertidumbre, temiendo la sombra de un mal presagio. El niño Mateo, de ojos curiosos, se acercó al molino de agua donde solía correr libre, y allí vio algo extraño: una pequeña flor blanca flotando en la superficie oscura del agua. Aquella flor, que nunca había estado allí, era un signo que nadie en la familia sabía descifrar. La abuela Celina supo en su alma que la respuesta estaba en la raíz de las leyendas familiares. Con voz suave pero firme evocó la historia del Pozo del Ángel, una oquedad mística en la montaña donde habita el espíritu del agua. 

Sin dudarlo, tomó del brazo a su nieta Renata, cuya inocencia era un bálsamo para la tierra ofendida, y al hermano mayor José, fuerte como un cóndor joven. Juntos partieron antes del alba hacia el bosque sagrado. La brisa los guió como un mapa antiguo, llevándolos hacia arriba, donde los luceros aún titilaban. Tras varias horas de ascenso, los tres llegaron al claro donde dormía el Pozo del Ángel. 

La abertura en la roca rezumaba una luz verdosa que recordaba el fulgor de las estrellas. Renata arrojó con cuidado la flor blanca dentro del pozo, recordando un verso antiguo que su abuela le había enseñado. El agua entonces comenzó a burbujear y una voz suave como brisa les habló: -¿Por qué ha dejado la familia Reynaud de honrar este lugar sagrado? -preguntó el espíritu del agua, su forma reflejada en la superficie quieta. Celina, con humildad, narró al pozo cuánto amaban la tierra y el agua, y confesó que en los últimos años habían descuidado los rituales, olvidando la gratitud. La voz, compasiva pero firme, les explicó que la flor era una señal de perdón y que para restablecer el equilibrio debían recuperar una promesa ancestral: entregar cada año parte de su harina a la lluvia, dejando una ofrenda en la raíz del sauce junto al molino.

 La familia Reynaud regresó bajo el sol naciente, llevando consigo la certeza de la promesa renovada. Al pie del antiguo molino de agua, esparcieron harina sobre la raíz del sauce que su tatarabuelo plantó, entonando un canto de agradecimiento al río. En el atardecer del día siguiente, una lluvia suave acarició los campos mientras el molino de agua recobraba su canto rodante. Por la noche, en lo alto del cerro, el molino de viento volvió a girar con fuerza, sus aspas dibujando surcos de alegría contra el cielo estrellado. Los vientos de la cordillera contaron entre ellos viejas historias de una familia que supo escuchar a la tierra. Y en la ráfaga final, cuando la luna los bañaba en plata, la abuela Celina susurró con voz queda: «La magia vive en quien respeta la naturaleza, y por eso, hoy más que nunca, somos uno con la leyenda que heredamos». A su lado, los niños sonrieron, sabiendo que cada grano de harina llevaba el secreto eterno de la vida. La luna los abrazó con su luz clara, y en ese instante eterno los Reynaud comprendieron que en cada grano de harina y en cada giro de molino habitaba el misterio dorado de la tierra.